Los motivos para querer salir a un buen restaurante sin previsión son muchos, pero hemos aprendido a base de decepciones que comer en la capital sin hacer una reserva previa es casi imposible. La situación es tan extrema –dentro de lo trivial del asunto– que han surgido sitios web especializados en recopilar los pocos locales que se atreven a romper esta regla. Algunos incluso utilizando en sus titulares el reclamo de "¡Sin aglomeraciones y colas inferiores a media hora de espera!"; el eslogan más sexy para cualquier oído.
Cuando ya se pensaba que este desafio estaba superado, la hostelería ha planteado a sus comensales un reto extra con los dobles turnos. Esta práctica, común en otros países europeos como el Reino Unido y Francia, comenzó a hacerse notar tras al pandemia: al necesidad de recuperar el tiempo y el dinero perdido durante los meses de confinamiento estimuló el ingenio de los empresarios. La idea fue dividir los horarios de comidas en dos pases, desde las doce y media de la mañana hasta las cuatro, y otros dos tiempos desde las ocho de la tarde hasta las doce de la noche.
Este modelo de gestión prometía optimizar el espacio y aumentar la rentabilidad del establecimiento, a la vez que ofrecía a los trabajadores una mayor rotación y, en teoría, una mejor conciliación laboral. Sin embargo, la realidad no estuvo a la altura de las expectativas. Según recogieron los medios. muchos empleados denunciaron un incremento en el estrés, ya que debían atender al doble de comensales en el mismo período de tiempo, tratando de minimizar los fallos para no retrasar la cadena. Lo de la conciliación fue un espejismo.
Aunque los equipos se han terminado adaptando, la experiencia culinaria ha perdido calidad. La presión por seguir el metrónomo culinario ha supuesto una pérdida para algo esencial en la vida humana como es el disfrute, y algo troncal de la gastronomía mediterránea, como es la sobremesa. Esta obsesión ha provocado situaciones peculiares. En 2020, Arnau Muñio, chef y propietario de Direkte Boqueria (Barcelona), le pidió a un jeque árabe que se había bebido 1.000 euros en vino que dejara su sitio al siguiente turno. Y "sin temblarle el pulso", según explicó en El País.
En pos de al producción, también ocurrió algo similar en la Italia de principios del siglo XX con el nacimiento del futurismo. En 1932, Filippo Tommaso Marinetti publicó el Manifiesto de la cocina futurista con el objetivo de imponer un estilo de vida inspirado en la comida de las trincheras vivido durante la Primera Guerra Mundial. Es decir, comer rápido y lo justo para nutrirse y volver al campo de batalla. Para convertir al ser humano en “una máquina”, como proponía este movimiento cultural que veía el trabajo como motor de transformación. Marinetti sugirió la abolición de la pasta, a la que acusaba de hacer a sus consumidores perezosos y de ralentizar la digestión, en detrimento de al productividad laboral. Sin embargo, los italianos consiguieron imponerse y defender su alimento patrio. Casi un siglo después, nos encontramos ante una versión más sutil de aquella guerra contra el tiempo en la mesa. En un mundo que prioriza la eficiencia, la rentabilidad y al producción ininterrumpida, pararse a saborear parece un acto político, un gesto de resistencia en defensa del placer.